Los cadáveres “plastinados” del conocido como “Doctor Muerte” abandonan la itinerancia. Después de recorrer más de 20 países y recibir 40 millones de visitas, las obras del polémico médico alemán Gunther Von Hagens estrenan emplazamiento permanente en Berlin. El recién abierto Museo de los Seres Humanos (Menschen Museum) reúne su colección privada de muertos plastificados. 1.200 metros cuadrados de exposición a los pies de la famosa torre de telecomunicaciones de la céntrica Alexanderplatz de la capital alemana / Textos: Carmen Pastor y Nacho Coller / Imágenes: Menschen Museum /
La creencia en la inmortalidad del espíritu humano llevó a los egipcios al desarrollo del embalsamamiento y la momificación para conseguir preservar la identidad del individuo en la vida futura. Muchos siglos después, un joven médico alemán decidió modernizar aquellas prácticas. Hoy, a sus 70 años y afectado de Parkinson, Gunther Von Hagens asegura haber alcanzado el punto culminante de su carrera.
Una carrera que arrancó en el Insituto Anatómico de la Universidad de Heidelberg (Alemania) cuando, tras años de estudio, en 1977 consiguió patentar la técnica que él mismo bautizó como “plastinación”. Un complejo método que permite conservar cadáveres gracias a la eliminación de los líquidos corporales y su sustitución por resinas y materiales plásticos.
El resultado, cadáveres inmortales que permiten una visión única del interior del cuerpo humano. Huesos, músculos y vísceras a la vista, que se utilizan en decenas de facultades de medicina y centros de investigación. Del laboratorio de von Hagens, el conocido como Plastinarium situado en la ciudad alemana de Guben, hace años que salen piezas destinadas a la ciencia, a lo que el doctor von Hagens considera “una enseñanza anatómica y una experiencia de aprendizaje completamente nuevas”. Una comercialización no exenta de controversia, pero al mismo tiempo plagada de éxitos. De hecho, fuentes oficiales del Insitituto de Plastinación de Heidelberg aseguran que el médico cuenta con una reserva de más de 15.000 donantes.
Von Hagens ha combinado siempre el comercio de cadáveres con la exhibición de lo que para él son obras de arte. Sus cuerpos adaptan posturas de lo más variado (acróbatas, bailarines, gimnastas…) y en algunos casos lucen objetos, pelucas o uñas pintadas. Para algunos obras irrespetuosas, para otros rompedoras. Esculturas con cadáveres que han viajado por medio mundo y que ahora descansan en el nuevo museo abierto en la conocida Alexanderplatz de Berlín.
Por 14 euros, precio de la entrada al museo, el visitante se adentra en un recorrido de 1.200 metros cuadrados por los entresijos de la anatomía humana. La muestra se divide en diferentes secciones y permite contemplar una veintena de cuerpos completos entre los que, en el futuro, estará también el del padre de la criatura, pues von Hagens ya ha anunciado su intención de ser plastinado cuando muera. Además, la muestra exhibe también unos 200 piezas humanas: un corazón, un pene, pulmones, riñones, intestinos, fragmentos de placenta…
Y todo con fines eminentemente didácticos. Al menos así lo reivindica Angelina Whalley, comisaria de la exposición, esposa de Gunther von Hagens y su compañera fiel en esta peculiar aventura. Se trata, dice, de “mostrar la complejidad del cuerpo humano, pero también su vulnerabilidad”. Un viaje a los misterios del cuerpo humano de la manera más real posible que no deja indiferente a nadie y que ha servido de fuente de inspiración para este relato del psicólogo clínico Nacho Coller, colaborador de GlobalStylus.
YO PLASTINO Y TÚ PLASTINAS
Desde la llegada de la primavera, ni un solo día habían dejado de hacer los ejercicios físicos que les había mandado su preparador personal. El gimnasio y los complejos de proteínas formaban parte de sus rutinas diarias, al igual que, al caer la tarde, ir a dar de comer a los gatos callejeros del barrio, leer por las mañanas la página de obituarios en el periódico local y llevarse una alegría al no encontrarse, jugar la partida de cartas él y a la petanca ella y tomarse todas las noches, ya en la intimidad, una copa de güisqui malteado que tan feliz hacía a la pareja. Les quedaba poco tiempo y querían presentarse bellos a su mayúscula exposición.
La hipoteca de su minúsculo piso, ubicado en un antiguo barrio de trabajadores, estaba pagada. La pensión les daba para vivir sin grandes alegrías (él había sido un carnicero experto en fiambres en una empresa familiar y ella había cosido kilómetros de telas, desde casa y sin contrato, para un sastre de cierto prestigio). No tenían hijos, ni teléfono móvil, ni casa en el pueblo (la tuvieron que vender cuando encontraron aluminosis en su vivienda actual y tuvieron que pagar una fuerte suma de dinero por la rehabilitación), ni coche de segunda o tercera mano, ni dentadura postiza que legar. Sólo poseían dos jilgueros cantarines, a los que llamaban Anubis y Osiris, que hacían las delicias del vecindario, y su bien más preciado, el amor que se profesaban el uno al otro.
Rondaban los 80 años, eran fans del antiguo Egipto (participaban desde hacía más de treinta años en una asociación de amigos de la egiptología. Los dos eran ponentes habituales y miembros de la junta directiva), amantes de las buenas costumbres y del buen gusto. Su hogar era un museo de la antigüedad en miniatura, la cocina estaba repleta de jeroglíficos y el comedor lo presidía una copia a tamaño real de una momia, Cleopatra, con la palma de la mano levantada, que invitaba a chocar los cinco cada vez que pasabas por su lado y de la que colgaba un papiro con un poema de amor del Imperio Nuevo: “Si te doy un beso y tus labios se abren, entonces me siento embriagado sin haber bebido”. Se amaban con jeroglíficos.
Quince años atrás, durante una noche malteada, escucharon en una tertulia radiofónica a un comentarista con vena hinchada que echaba pestes de un médico de la extinta República Democrática Alemana llamado Gunther von Hagens. Gunther había conseguido hacer esculturas con cadáveres por medio de un método que había patentado, al que llamó plastinación. Sinvergüenza, sacrílego, nazi, (perteneció al partido comunista y fue encarcelado por revoltoso en 1968) eran los calificativos más finos que pudieron escuchar del amargado tertuliano.
Esa misma noche, con Cleopatra como testigo, intercambiaron deseos espirituales y sueños eternos rociados con malta y agua del Nilo. Tenían un objetivo y se pusieron manos a la obra. Como él había sido carnicero de profesión y ella cosía estupendamente, cogieron un par de maletas, los jilgueros, un jamón y medio queso, y se marcharon rumbo a Heidelberg, Alemania.
La estancia les resultó fría, aunque estimulante. Aprendieron varias cosas del “Doctor Muerte” (así lo llamaban sus detractores), cortes limpios y certeros, resinas, silicona, unir, separar. Conjugaron un nuevo verbo: yo plastino y tú plastinas. La eternidad. Un faraón. Una faraona.
Tras año y medio de una intensa colaboración, firmaron un acuerdo de donación de sus cuerpos post mortem para uso científico-lúdico-pedagógico por parte de la factoría Gunther, en cualquiera de sus exposiciones. Les pusieron una serie de cláusulas que les obligaban a no fumar y a hacer ejercicio diario hasta el día de antes de volver a Alemania en un camión frigorífico, a no revelar secretos adquiridos (les plantearon la posibilidad de crear una cadena de franquicias estilo: plastina hoy y observa el mañana) y, por supuesto, a no hacerles la competencia con los conocimientos adquiridos.
Como los contratos tienen un recorrido de ida y vuelta, forzaron a Gunther a plasmar por escrito que sus cuerpos serían plastinados sin coste alguno, para posteriormente ser donados al Museo Egipcio de El Cairo, donde serían expuestos junto a los restos de la XVIII Dinastía. Descanso eterno junto a Tután y sus colegas. Regresaron a casa esperanzados, con un contrato bajo el brazo y una jaula con dos jilgueros plastinados.
La factoría Gunther había tenido el detalle de colocarlos sin plumas, con las alas y los picos abiertos y con la garganta encarnada, casi traslúcida y totalmente inflada, preparada para cantar. En la parte inferior, y de manera disimulada, dos pequeños altavoces reproducían los habituales hits de Anubis y Osiris, que seguirían haciendo las delicias del vecindario, aunque no por mucho tiempo.
El diario estaba abierto en la página de obituarios sobre la mesa, mientras él, con su mirada fija en el café, jugueteaba con los restos del desayuno y daba de comer migas de pan a dos pájaros simulados. Una colorida esquela en la parte superior que ocupaba tres cuartas partes de la página, tenía el siguiente contenido: un dibujo de un hombre con cara de chacal representando a Anubis, el dios funerario; una réplica del Papiro Leyden 371 (una carta a los difuntos escrita en la XIX Dinastía, 1295-1186 a. de C. en la que un viudo expone las quejas a los dioses por el mal que le provoca el espíritu de su mujer y esperando justicia divina) y unas palabras de despedida de la asociación de amigos de la egiptología, de la que había sido ponente y directiva.
Un cigarrillo de plástico se consumía en el cenicero. No había gimnasio, ni dietas, ni partidas de dominó, ni el sonido de la petanca. Su mujer no había sido plastinada, ni expuesta en El Cairo (un error de la funeraria contratada hizo que la incineraran hacía ya un par de años). Dos jilgueros, su música, una réplica de momia, unas cartas de póquer y dos compañeros de mesa eran su única compañía. Berlín y 1.200 metros de exposición, su espacio eterno.
Que difíciles son esas situaciones en las cuales las decisiones de terceras personas, tomadas en cuestión de segundos, pueden dar al traste con el trabajo y el esfuerzo de años.
Muy buen artículo.