Grecia, una sociedad díscola (I)

Viaje a Grecia, una sociedad díscola

Diez días pasados en Atenas, con dos excursiones a Delfos y a Nafplio, dan para una larga serie de impresiones. Lo que a continuación ofrezco es un resumen ordenado de esas impresiones. Cuento lo que vi o me pareció ver, las explicaciones que me dieron y las que yo mismo elaboré cimentadas sobre mi deslavazado conocimiento de la antigua Grecia y sobre lo poco que sé de la Grecia presente. La mayoría de estas noticias antiguas y modernas son estereotipos, académicos unos, periodísticos otros. Así que el viajero curioso debe hacer un ejercicio malabarístico para sortear los tópicos  / Texto: Fernando Bellón / Fotos: F. B. y Antonia Bueno /

El título, “Grecia, una sociedad díscola”, es un juego de palabras para ayudar a entender una realidad escurridiza como la pitón de Delfos. En griego moderno el vocablo “díscolo”, pronunciado así, significa “difícil”; algo díscolo es algo difícil. Y añadiendo a este significado el que tiene en español el adjetivo que así se escribe, desobediente, que no se comporta con docilidad, me ha parecido que se obtiene un calificativo apropiado de la sociedad griega que he conocido: de complicado entendimiento y rebelde. Este viaje tuvo un motivo profesional, más bien una excusa, la presencia de mi mujer, Antonia Bueno en el Festival de Teatro Español de Atenas, del cual ha dado cuenta la dramaturga en su bitácora.

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Agente de Astinomia en reposo

El pueblo griego (antes se utilizaba este término, pueblo, que ahora es reserva de atrabiliarios y demagogos) sí es diferente y díscolo, y no el español, como acostumbramos a creer los hispánicos. Se nota solo con poner la radio. Todas las emisoras menos tres (algo que nos hizo descubrir un intendente del hotel) emiten en exclusiva música griega o balcánica en general.

No sé si esto debe entenderse como orgullo de raza o de etnia (que significa nacional, en lengua griega), como rebeldía innata, como maniobra de despiste contra los que llegamos de Europa occidental cargados de etiquetas o como rasgo definitorio en un mundo en el que nadie encuentra su identidad, perdida entre las ruinas greco romanas.

Las otras paradojas y curiosidades exclusivas que se describen en esta crónica apoyan la evidencia de que Grecia, siendo Europa, y encima su madre, no es Europa ni tiene intención de serlo, me refiero a esa Europa burocratizada y obsesionada con tejer una epidermis homogénea sobre el bullicio de todas las ciudadanías del continente, hablen el idioma que hablen, padezcan necesidad, sean prósperas, pasen frío o se achicharren víctimas del cambio climático.

Grecia es una meta de turismo cultural y de turismo de ocio. Son dos líneas paralelas que, de acuerdo con la ley matemática, solo se juntan en el infinito. Un infinito que la publicidad pone al alcance de la mano. La alta calidad de ambas metas turísticas se tejía antes en revistas de papel cuché con fotos estupendas y hoy en las páginas de Internet. Hay que pisar tierra helénica para descubrir la trampa, el estereotipo.

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Capiteles corintios de lo que queda del templo de Zeus Olímpico, expulsado de su casa hace siglos, pobre viejo. Al fondo, la silueta del monte Ymitos, al norte del cual se encuentra la llanura de Maratón.

La fotografía que encabeza este texto es uno de ellos, encontrado por casualidad. Un músico callejero, que por cierto tocaba como un Orfeo olímpico, llenando el aire de una emoción impropia en una ciudad rebelde, ese día sin tráfico debido a una huelga. El edificio del fondo es la Academia en versión moderna, porque Platón daba sus clases en el jardín de Academos, un supuesto héroe enterrado por allí. Lo espectacular contrasta con lo insignificante.

El fenómeno que más me ha llamado la atención de Grecia es la ausencia de la monumentalidad. Cuatro edificios de planta clásica (el mencionado, la primitiva Universidad y la Biblioteca Nacional, ausentes en la foto, y en otro lugar el museo Arqueológico) son casi los únicos completos de toda la capital, y porque se edificaron en el siglo XIX, cuando Grecia se había desgajado del imperio Otomano y necesitaba proclamar su diferencia. El resto de las construcciones de la época antigua y clásica están devastadas, como mucho quedan columnas huérfanas, basamentos o reconstrucciones parciales como la del Partenón.

Antigüedad monumental, presente ruinoso

Grecia es un país lleno de monumentos en ruinas que fueron hitos de la arquitectura. Es el primer ejemplo de política monumental en Occidente, si nos empeñamos en considerarla la patria exclusiva de Europa, ignorando a los imperios mesopotámicos, persa y egipcio. Sus edificaciones magníficas sufrieron demoliciones sucesivas, causadas por los propios griegos en sus guerras fratricidas, por los medos, los macedonios (Alejandro Magno arrasó Tebas, con la

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Ruinas del Propileo, a la entrada de la Acrópolis. Al fondo, el golfo de Elefsina, donde se halla da isla de Salamina, escenario de una batalla decisiva en las guerras médicas.

excepción de la casa del poeta Píndaro), por los generales romanos (los primeros saqueadores de la riqueza ornamental helénica y helenística), los sacerdotes cristianos, que hicieron todo lo posible para arrancar las raíces del fecundo panteón olímpico, los turcos musulmanes, y al final, tras la independencia, los ingleses, los franceses y los alemanes, que trasladaron a sus museos todo lo que pudieron y les dejaron llevarse.

Las ciudades del siglo XXI ofrecen al turista y al visitante ocasional un friso de monumentos antiguos y contemporáneos, estadios, palacios de congresos, de la música, de la ópera, museos de nada y de todo… Son ciudades para ser visitadas, diseñadas con una perspectiva turística industrial. El forastero llega, se pasea por ellas, recorre sus espectaculares galerías, sus iglesias, sus mezquitas, sus plazas ornamentadas con colosales estatuas de antaño o con absurdas esculturas de hogaño, sus calles y rincones que proclaman leyendas o acontecimientos históricos más o menos fabulosos. Atiborra de imágenes digitales su cámara y su teléfono inteligente. Y se marcha con la satisfactoria impresión de haberse dado un atracón de historia y de arte.

En Grecia esto es imposible, porque las ruinas son pedruscos desparramados.

Es preciso quitarse la mochila cargada de prejuicios

He aquí la gran virtud de un país donde es forzado compartir el tráfago cotidiano de la gente porque hay poco monumental que ver. El viajero que se desprende de las adherencias turísticas se transforma en un espectador privilegiado de la tragicomedia griega contemporánea. Solo con salir a la calle se encuentra con ella. Los protagonistas son los griegos que componen la mayoría social, los vecinos de los inmensos barrios de Atenas, los ciudadanos de las localidades que siglos atrás fueron fortalezas de átridas y de cadmeos.

En la mochila, el viajero siempre lleva sus prejuicios locales, nacionales y universales. Y no cesa de establecer comparaciones midiéndolo todo con el patrón de su experiencia.

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La calle 28 de Octubre. Al fondo, indiferente a la modernidad y a la crisis del Euro, la Acrópolis

Es así que ve en las calles de Atenas una ciudad con una administración municipal tan arruinada como sus monumentos. Las aceras son un tumulto de baldosas. El asfalto está lleno de remiendos. Por la noche, la luz de las pocas farolas sume la ciudad en una atmósfera de misterio decimonónico. Los atascos de tráfico verifican las páginas dedicadas a ellos por Petros Markaris en sus novelas del inspector Jaritos. Lo mismo vale para los contenedores de basura, con frecuencia ausentes, aunque no su contenido, disperso por el piso.

Se adentra uno hacia la Acrópolis, que se divisa al fondo de la calle 28 de Octubre, desde el Museo Arqueológico, y al llegar al barrio de Monastiraki, al pie del cerro sagrado, le parece que ha retrocedido a la España de los sesenta, cuando las tiendas de ultramarinos se mezclaban con las cacharrerías, las ferreterías y las de confección, y los grandes almacenes eran una novedad excepcional. “¡Qué atraso!”, piensa. O “¡Sí que les ha arreado fuerte la crisis!” Porque los negocios cerrados, los edificios abandonados, algunos al borde de la demolición, se le echan encima como fantasmas de la decadencia económica.

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Una galería comercial al lado de la céntrica plaza de Omonia. Aire de zoco y de casticismo, a pesar de los locales cerrados, bajas colaterales de la crisis.

Depende de si el viajero es progre o no, puede atribuir semejante estado de abandono a la crueldad del capitalismo internacional-merkeliano o a la incompetencia de los munícipes izquierdistas.

También puede que vea en esa manera de hacer comercio un atisbo del pasado turcomano, donde los mercados se llaman zocos, y al lado de un puesto de especias hay otro de alfombras y luego, uno de artesanía de dudosa procedencia.

Museo inagotable de arte callejero

Pero lo que más sorprende a la vista del viajero es el espectáculo muralístico de la ciudad. En el centro de Atenas debe de haber muy pocos metros libres de pintadas, empapelados y churretes de todo tipo: el ayuntamiento, defendido por seguratas privados (solo he visto policías durante las manifestaciones, fuera de ellas, están ausentes, como si la ciudad libertaria les hubiera expulsado), y las preciosas iglesias ortodoxas con sus cúpulas bizantinas, que deben de respetarse por pura superstición; no es raro descubrir a hombres y mujeres persignándose cuando pasan por delante de una de ellas, o verlos entrar en el lóbrego templo y besar un repujado de plata o de oro que representa a un santo o a una virgen, metamorfosis del viejo paganismo.

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Una papelería-bazar en el barrio de Exarquia.

El barrio donde no hay ni un centímetro de pared limpia es el de Exarquia (suena exarjía). Algunos de sus edificios están okupados, y es un entramado de callejas con librerías, papelerías, tiendas de artículos para las artes plásticas (incluidos los aerosoles), de cafeterías, restaurantes y chirinquitos de comidas balcánicas.

La inmensa mayoría de los locales públicos que he podido conocer en el centro de Atenas y en algunos de sus barrios como el Pireo o Voula son lugares acogedores, donde te atiende a veces el dueño del local con una simpatía impostada pero de agradecer. Si la infraestructura turística griega, por utilizar un término comunitario, deja que desear, la restauración está por encima del notable, y no es más cara que la que te cobran en la Costa Blanca en rincones apestosos o en terrazas sin personalidad. Además, en general, los griegos se comunican bien en inglés, quizá porque todos tienen familia en los EEUU, en Canadá o en Australia.

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Esto que parece, y es, un caos urbanístico, visto desde la calle es un hormiguero de vitalidad, imagino que igual que la que había en la Atenas de Pericles, solo que hoy Pericles vive en Berlín.

Se maravilla el viajero al observar la ciudad desde una de sus colinas espléndidas, la misma Acrópolis o la del monte Licabeto. El casco antiguo y moderno de la ciudad es un desastre urbanístico, con aspecto de dentadura podrida. Más allá, el caos ateniense se desparrama como la onda expansiva de una bomba urbanística kilómetros y kilómetros hacia el Egeo por el sur, hacia el golfo de Elefsina por el oeste, y al otro lado del monte Ymitos, casi hasta el golfo Evoikos, frente a la isla de Eubea.

Las vías urbanas son estrechas, flanqueadas de edificios construidos con un sentido estético más humano que el de la arquitectura contemporánea hispano mediterránea. También es posible que su estado lastimoso les preste una pátina de familia bien venida a menos. Manzanas pequeñas, casas de vecindad, deterioradas, eso sí, sin aceras, atiborradas de coches aparcados de cualquier manera. Pero sin la vulgaridad de los pueblos costeros valencianos. Es una decadencia amistosa, no insultante.

En el primer momento, el viajero llega a pensar que el bello escenario ruinoso de la capital ática es el que espera dentro de una década a las modernas y feísimas ciudades españolas, ayunas de presupuesto para mantener en buen estado su grotesco urbanismo. Pero poco a poco va dándose cuenta de que el ejemplo de Atenas es enjundioso, afectuoso, seductor, con todos sus defectos, sus chafarrinones, sus pintadas, su inmundicia y su desorden. Porque va descubriendo en lo griego moderno una autenticidad a la que en España parece que hemos renunciado, unos por repugnancia progre hacia el tipismo, otros por un entusiasmo imitador de lo gringo. Aquí, en nuestra península, de 1980 hasta la fecha, la arquitectura es tan limpia como inhumana.

 

 

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