La Plaza de Yamaa el Fna, Marrakech: la Plaza más bonita de África (1/2)

La Plaza de Yamaa el Fna, Marrakech: la Plaza más bonita de África (1/2)

El autor de este reportaje visita Marrakech, ciudad situada en pleno centro de Marruecos y puerta del desierto del Sahara, y en esta primera entrega nos descubre la Plaza de Yamaa el Fna: un lugar que había idealizado e incluso soñado durante muchos años después de algunas incursiones literarias y cinematográficas. Tal vez por ello, en este primer recorrido por este lugar mágico donde descubre la Plaza, se mezclan el aroma a cuscús, cuero y especias y hace que, el conocido como el “restaurante al aire libre más grande del mundo” valga, como dijo Oscar Wilde, la mayor de las alegrías.

El nombre con el que los primeros bereberes fundaron la actual Marrakech en 1062 fue Marroukech, que significaba “vete deprisa”, ya que pensaron que nadie en su sano juicio sería capaz de permanecer aquí más que lo imprescindible, por el terrible viento del desierto que azotaba sus tierras, que se consideraba maligno, y por lo inhóspito de un lugar que mucho tiempo después sería el paso obligatorio hacia el África negra de caravanas de esclavos y mercaderes de oro, seda y especies, que la convertirían en la joya de la corona de Marruecos, por aquel entonces todavía inexistente. Siglos más tarde, la ciudad, que había nacido como un campamento del ejército bereber, pasó a denominarse Marrakech o ‘Tierra de Dios’.

La Plaza de Yamaa el Fna, Marrakech: la Plaza más bonita de África (1/2)

Un grupo de músicos en la Plaza Yamaa el Fna. Foto: Keirn

El color de la ciudad es el rojo (así como el verde es el color de Fez y el azul el de Rabat), que cubre plazas y calles, y que la tradición atribuye a la sangre que salió de la tierra cuando alguien mandó clavar desde el cielo la Mezquita de Kutubía en lo que hoy es puerta de la Medina. Algunos sostienen que los testigos de aquel milagro fueron caminando hacia atrás hasta que la lejanía de sus pasos les permitió observar la inmensidad de su alminar al completo. Mi teoría es que lo que de verdad hicieron fue buscar la distancia en la que se alineaban la Kutubía -que según nos cuentan tiene dos gemelas, la Giralda de Sevilla y la Hassan de Rabat-, el horizonte del Alto Atlas, la puesta del sol del Sahara y el cuarto punto cardinal desde donde se veía, hasta formar la armonía perfecta, para provocar la envidia más grande del mundo. Así nació la plaza más bonita de África, la Plaza de Yamaa el Fna.

Y es que este espacio, que en el pasado también se llamó “la exposición de los difuntos” o la “asamblea de la aniquilación”, ya que aquí se exponían las cabezas cortadas de los reos ajusticiados, tiene una extensión que supera la de dos campos de fútbol, con sus faroles de queroseno y su aspecto humeante, es visible desde el cielo, cuando el avión inicia la maniobra para aterrizar. Cuando llegué a Marrakech por primera vez eran las once de la noche y la temperatura rondaba los treinta grados. El aeropuerto, sobrio y silencioso, con pocos trabajadores a la vista, no difiere mucho a lo visto en el Indira Gandhi de Nueva Delhi o el Aeropuerto Internacional de Zurich: almas ansiosas que apenas pueden controlar el impulso de salir de allí lo antes posible y descubrir lo que les ofrece la ciudad. Son las ganas de calle. Sin intercambiar palabra con un taxista salvo el primer regate al precio de rigor, recorremos los primeros kilómetros hasta el centro de la ciudad, donde está la Plaza de Yamaa el Fna.

La Plaza de Yamaa el Fna, Marrakech: la Plaza más bonita de África (1/2)

Aguador bereber. Foto: Rafa Salom

El trayecto hasta el centro de la ciudad es corto, de apenas veinte minutos, pero lo suficiente intenso como para impregnarse del bullicio de las mobilettes y gileras desvencijadas y cargadas hasta los topes que se cruzan sin avisar por delante de nuestro impávido conductor, del trasiego de chilabas, burros, carromatos de fruta y lámparas de cobre y también el de los puestos de comida que forman parte de las calles desde no se sabe cuándo. La muralla que envuelve la medina es a estas horas ocre y tiende al marrón más huraño, pero sólo un poco antes, justo cuando cae el sol, paraliza a los que la ven al creerse los descubridores ilegales de un tesoro que nadie parece haber reclamado.

En la plaza bastan diez segundos para darse cuenta de que es inabarcable. Y no sólo con la vista, sino con los otros sentidos que automáticamente se ponen en funcionamiento por pura supervivencia. Cuando parece llegar al final se tuerce en caprichosos ángulos que, una vez visitados, provocan desconsuelo al visitante primerizo que más tarde se convertirá en desesperación si no entiende que no está perdido, sino inmerso en la rueda mágica de los creadores de la “Plaza”.

Bulliciosa, dicen, pero sólo si se la compara con la Concorde de París o la misma Piazza Di Spagna de Roma, y entendiéramos el bullicio como un despropósito. Pero la Place (como la llaman los marroquíes) adquiere su personalidad al cobrar vida el propio espacio, independiente de sus moradores, convertidos a su vez en calles, replacetas, e incluso monumentos andantes y vivos que varían cada día.

Está abarrotada por decenas de miles de personas que no paran de moverse, formando un hormiguero articulado y cambiante, cuya función particular es indispensable para la existencia del hormiguero, que es la plaza. Puede que por este aparente desorden que desconcierta a la mayoría de occidentales Alfred Hitchcock situara en este lugar el principio de la trama de su película ”El hombre que sabía demasiado” (1956), e hiciera que James Stewart y Doris Day la atravesaran por la Medina Bab Doukkala para más tarde tener su accidentado encuentro con un espía.

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Puesto de zumo de naranja. Foto: Andy Right

Aquí grupos de bereberes ataviados con sus trajes tradicionales cantan y bailan ante decenas de turistas que les miran curiosos y hasta temerosos. Palabra del desierto. El que parece el solista se dirige a todos en general y a cada uno en particular, provocando la sonrisa o el sonrojo, o la sorpresa, según la entonación de su canción o la mirada y el gesto inequívoco. Los más avezados saben que esto forma parte de la liturgia habitual, que pretenden conseguir con sus cantos hipnóticos que los espectadores se trasladen por unos segundos a ciudad de las Mil y una Noches, aunque esta plaza espléndida nada tenga que ver con Bagdad.

Hay otros bereberes, los que se proclaman auténticos, que lucen sus trajes rojos con ribetes dorados y llevan un sombrero capuchino y vasijas donde aseguran que almacenan agua sagrada. De vez en cuando hacen girar su sombrero, como un apéndice más de su cuerpo, lleno de figuras geométricas y formas de colores que visten para ahuyentar a los dijah, los diablillos del desierto y para librarse del mal de ojo.

A tan solo unos metros otro grupo que parece más alegre invita a bailar y a tocar algún instrumento al que pasa por ahí mientras besan la foto de dos novios que desde ayer son matrimonio. Como buenos amigos, celebran la unión y, de paso, te dicen que es absolutamente imprescindible recaudar fondos para la dote de la mujer. Castañuelas de metal, violín, laúdes, una guitarra flamenca, timbales, tambores de piel de dromedario y unas guitarritas que recuerdan al tres cubano y al ukelele.

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Puesto de pollo frito y patatas. Foto: Rafa Salom

Más allá están los encantadores de serpientes -a los que aconsejo no acercarse si se tiene miedo a los ofidios- para los que la palabra remordimiento no existe en el diccionario de la calle. Sólo así se explica que cacen ofidios venenosos, capen su ferocidad y se exhiban junto a ellos. A su lado están los que se disponen a hacerse un tatuaje con henna en los brazos o en las manos. Las tatuadoras insisten, a los chicos, un escorpión, a las chicas, una flor del Sahara. Otros van de foto en foto, primero con las terrazas de los cafés, luego con los aguadores, y luego con un burro atado a una farola, como si nunca hubieran visto a un animal así, sin darse cuenta de que olor a sardinas y a brochetas de pollo asado de los puestos de comida no entra a través del visor de una cámara. Color, cultura, negocio. También hay quien decide que quizá sea el momento, precisamente ahora, de descubrir hoy su mañana mediante las cartas y la lectura de manos.

Los puestos de zumo de naranja son famosos por su género y a decir verdad, es difícil negarse tras haber probado uno, a base de insistencia dialéctica y olfativa. Cuesta unos 3 dirham, es decir, unos 30 céntimos de euro, así que cuando acabas el primer vaso ya tienes otro en el mostrador, sin preguntar, claro. También hay música con los cedés colgando como si fueran cromos. Todos originales, dicen, para dar un valor añadido a una música que de momento no enamora.

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Vista nocturna de la Plaza Yamaa el Fna. Foto: Alexander de León Battista

El restaurante al aire libre más grande del mundo

En el centro de la plaza están los puestos de comida que se han empezado a montar a las cinco de la tarde y que aquí son los restaurantes de comida rápida. Brochetas de cordero y buey, calamares rebozados, pescaditos y patatas fritas, hogazas de pan y verduras asadas. Se sirve rápido. Pisto, pan caliente con sésamo y aceite de oliva, mejillones en vinagre, hígado de cabra y salazones varias. Se corre a la hora de despachar y se vuela al cobrar. Cada puesto tiene un encargado de atraer a los que pasean por este laberinto de chiringuitos donde los que trabajan aquí lucen orgullosos su gorro de cocinero y bata blanca.

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Puestos de comida en la Plaza. Foto: Rafa Salom

Los puestos de comida son humildes, con una gran parilla rodeada de grandes sartenes en el centro, sillas de plástico alrededor y faroles humeantes en las esquinas. Aquí hay de todo: cuscús, cabeza de cordero, caracoles… La mayoría están especializados en la fritura, aunque también es posible encontrar alguno que sirva un tajine: se trata del plato tradicional marroquí que se elabora en un recipiente de barro cocido o barnizado, con una tapa en forma cónica. Normalmente se cocinan los alimentos y después se va cociendo poco a poco, se tapa para que no se reseque (Existen de muy diversas clases: cordero con ciruelas, ternera o pollo con verduras, e innumerables combinaciones de verduras).

¿España? ¿Barça? ¿Real Madrid? ¡Hola, mon amí, me gusta España! ¡Barato, precio de patatas fritas, más barato que en el Carrefour! Son los comisionistas, los encargados de llevar a los visitantes a “su” puesto de comida, cada uno con su gracia especial, ya sean con sus idiomas, con magia, gestos o acrobacias. Jóvenes que casi nunca llegan a la veintena que se encuentran en cualquier parte la plaza y que despliegan sus abanicos de hoteles, expediciones, y demás vicios europeos a precios marroquíes. Comer, beber, comprar… La mayoría son tranquilos y si se les contesta sin la seriedad que se suponen se quedan despojados de su exceso verbal y que quedan perplejos, como si ellos fueran los únicos que pudieran hablar con el lenguaje de la plaza.

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Puesto de pinchos a la brasa de carbón. Foto: Rafa Salom

Pero aquí resulta injusto utilizar el término “gente”, no al menos, como un plural idéntico de seres que aquí se rompe en mil pedazos y más tarde se vuelve a unir, pero otorgando a cada uno una riqueza singular. A algunos puede parecerles un ataque verbal desmesurado, pero es tan sólo una forma de abrirse paso en la vida, sin dejarse atosigar por los gobiernos que les pisotean, y apenas les brindan oportunidades.

Concluyo esta primera parte advirtiendo que en muchas ocasiones la belleza y la curiosidad de las imágenes que vemos puede hacer que queramos compartirlas con familiares y amigos haciendo fotos. No hay problema, si se tiene un pequeño límite: la educación. Así que recuerdo que (como en todos los países que visitemos) pedir siempre permiso a la hora de realizar una fotografía o grabar en vídeo. En este caso el lenguaje es universal y evitará la aparición de situaciones desagradables.

(Fin de la primera parte)

 

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