Beppu, o cómo no parar sin hacer nada

JAPÓN: DIARIO DE VIAJE (5), texto y fotos de Josep Pena, agosto 2011

Beppu es una pequeña ciudad en la costa oriental de la Isla de Kyüshü. Pertenece a la provincia de Oita-Ken, a unos minutos en tren de la capital que da nombre a la provincia. Todo el territorio se asienta sobre terreno volcánico, motivo por el cual hasta cuando tiras de la cadena para limpiar el inodoro el agua sale mineral y termal.

Y he aquí el principal atractivo de esta zona: sus ‘Onsen’ (aguas termales de origen volcánico). Por todas partes puedes encontrar baños termales públicos, privados, de hombres, de mujeres, mixtos, cubiertos, al aire libre… hasta en la terraza del undécimo piso de un hotel. No hace falta que os diga que éste fue nuestro hospedaje.

El Aile es un sencillo hotel de amplias habitaciones y con ‘unrotemburu’ (piscina de agua termal) al aire libre en el que tuvimos la suerte de alojarnos. La experiencia de contemplar el atardecer sobre la bahía desde un undécimo piso completamente desnudo sumergido en un baño de agua calentita es para vivirla.

Dos días nos costó aclimatarnos a este entorno para, muy a pesar nuestro, tener que dejarlo para cambiar a un pequeño ‘ryokan’ (tradicional casa japonesa) donde pasamos tres jornadas. El segundo día de nuestra estancia en esta ciudad balneario (esto sí que lo es y no como llaman algunos al complejo de atracciones Marina d’Or, en Castellón) nos dedicamos a descubrir onsen difíciles de encontrar. Siguiendo las indicaciones del plano hecho a mano que nos dieron en la oficina de información turística de la estación de tren de Beppu, iniciamos una ruta que nos llevaría a Hebi No Yu.

La excursión tuvo mucha gracia. Primero las indicaciones que nos dieron para tomar el autobús, en qué parada bajar y cómo seguir el plano, eran correctas y las seguimos al pie de la letra. Segundo: una vez iniciado el ascenso hacía la ubicación aproximada del escondido onsen, nos paró un joven lugareño que, amablemente, nos subió en su todoterreno ahorrándonos un par de horas de ascensión por un camino empinadísimo. Tercero: el lugar era idílico.

Escondido entre árboles, al bajar un caminito empedrado y con forma de serpiente (es lo que significa el nombre en japonés) se encontraban cuatro o cinco piscinitas naturales de aguas de diferentes temperaturas y apenas tocado por la mano del hombre, excepción hecha de un pequeño chamizo que hacía las veces de vestuario y refugio para la lluvia. Allí sólo había un señor mayor, alto (sobre todo para ser japonés), delgado y enjuto, con aire digno, que acudía a diario a los baños y que, junto con otros vecinos del pueblo, se encargaban del mantenimiento del lugar.

Pues eso, a despelotarse y “al agua, patos”. En todo el tiempo que estuvimos, sólo apareció un chico joven y un grupito de cuatro adolescentes que, algo cohibidos por la presencia femenina de mi compañera Yolanda, no se desnudaron hasta que nos fuimos. La vuelta la hicimos andando, a pesar de los ofrecimientos de todos los que bajaban el camino. Si el baño fue delicioso, no lo fue menos el paseo. “Verde que te quiero verde”, salpicado de azaleas y buganvilias que daban la nota de color. No quiero ni imaginarme cómo tiene que ser en primavera.

Al llegar a las primeras casitas de no sé qué pueblo, antes de llegar a Myoban, encontramos una de las miles de máquinas expendedoras de bebidas que se encuentran por todas partes en este país. Yolanda dice que son “Transformers” que se reproducen y preparan una invasión. Resultó que el habitante de la casa y propietario de la máquina era el respetable anciano que habíamos conocido hacía unas horas en el onsen.

Nos ofreció pasar a su casa y descansar en el patio tomar algo fresco con comodidad. Apenas hablaba inglés, pero poniendo voluntad entendimos que quería enseñarnos una cascada cercana. Y con él que nos fuimos. A pocos metros, escondida en el bosque había una preciosa cascada adornada con símbolos budistas y que resultó ser una especie de santuario reservado para los devotos del pueblo y que, según nos dijo, nunca había visitado ningún occidental. No sé si eso sería cierto, pero prefiero creerlo así. Nos despedimos muy agradecidos por el paseo y por las aguas sulfurosas que nos enseño a tomar (no hay que olerlas nunca).

Al llegar al punto de la carretera donde nos paró el autobús, tomamos otro en sentido inverso para llegar a Kannawa, lugar famoso por sus “infiernos”, surtidores de aguas termales a altas temperaturas y que resultan un espectáculo vivo para contemplar. Los hay azules y rojos, en función de la composición de sus aguas.

Tras finalizar el paseo volvimos al centro de Beppu y salimos a cenar sushi en uno de los cientos de establecimientos que a ello se dedican.
Como he explicado al principio, cambiamos de ese fantástico hotel en el que estábamos para ir a un ryokan. Es imprescindible pasar algún día en un alojamiento de estilo japonés. Esterillas, futones para dormir y cojines en el suelo. Muy bonito pero, a riesgo de que se me tache de acomodado occidental, donde esté una buena silla, que se quiten los cojines. Después de dos días por el suelo y sentados con las piernas cruzadas, yo ya notaba como las cabezas de mis fémures pretendían salir al exterior a darse una vuelta. ¡Cóño, como duele! Pero muy bonito, oiga.

Al día siguiente tuvimos ese día inolvidable que aparece en todos los viajes. Inolvidable, pero para olvidar. Queríamos ir a Aso, una población del interior desde la que se pueden visitar varios volcanes activos y que ofrecía varias posibles rutas de diferente dificultad para subir al Aso-san, un señor volcán que ya se ha llevado por delante a decenas de curiosos debido a sus erupciones inesperadas y a sus emanaciones tóxicas. De hecho, a lo largo del camino han construido refugios de hormigón por si al caballerete se le ocurre escupir sin avisar (en 1997 acabó con la vida de 12 personas que visitaban una zona considerada segura).

El caso es que nos equivocamos de tren y, cuando ya empezaba a darnos mala espina que no apareciera el nombre de nuestra parada y pensando que nos la podíamos haber pasado, preguntamos a un empleado ferroviario que, con cierta risa contenida, nos informó de nuestro error. Muy amable, nos acompaño a otro tren que nos llevara de vuelta y nos explicó cómo regresar a nuestra estación de origen.

Ya llevábamos medio día perdido, así es que decidimos cambiar de planes e ir a Yufuin, una localidad cercana desde la que se puede hacer algunas rutas sencillas por las laderas de los volcanes circundantes y que permiten tener algunas buenas vistas de sus cráteres. Llegados a la estación de Yufuin, cogimos un autobús hacia el teleférico que te sube en un pis pas al inicio de una zona de senderos que llevan a diferentes atalayas desde las que contemplar el Yufu-Dake, dos montañas gemelas de impresionante aspecto que recubren sendos cráteres volcánicos.

Pues como lo que mal empieza, mal acaba, antes de subir al teleférico me percaté que no llevaba mi inseparable cámara de fotos. Menos mal que era la compacta, si llega a ser la reflex me da un paparajote. Esperamos al autobús a la hora que calculábamos que volvería, pero no era el mismo y el conductor no sabía nada. Dí la cámara por perdida.

Después de hacer una ruta sencilla por donde nos dejó el teleférico, volvimos en otro autobús, cuyo chófer tampoco sabía nada, a la estación de partida que, cómo no, estaba ya cerrada. El conductor, al vernos preocupados mirando por las ventanas de la pequeña estación, nos llamó interesándose por la pérdida y, con su propio móvil, llamó a la Estación Central de Beppu donde ¡oh, sorpresa! estaba la cámara. Tras pedirnos la descripción para comprobar que se trataba del mismo objeto, organizó la entrega de mi apreciada máquina en el ryokan en el que nos hospedábamos. Amabilidad, honradez, eficacia y servicio desinteresado. Pensad qué hubiera ocurrido si os dejáis una cámara de 400 pavos en un autobús de aquí.

Salimos a celebrarlo con una buena cena a base de carne de buey y lengua de ternera adobada hecha a la brasa en otro reservado de un restaurante del centro de la ciudad (el Yakinikuenen), esta vez acompañada de un Rosso di Montefalco (las cartas de vinos en Japón son amplias en vinos franceses, italianos y australianos, pero a un precio prohibitivo). La ocasión lo merecía. Para acabar con otra muestra del carácter nipón, al salir del restaurante llovía a cántaros, por lo que el camarero que nos había servido la cena salió corriendo para darnos un paraguas, detalle de la casa.

En nuestro último día decidimos tomarnos las cosas con tranquilidad. O eso pretendíamos. De nuevo pusimos en marcha nuestro bono-bus y nos fuimos a una aldea cercana donde se ubica otra zona de onsen. Esta vez se trataba de un establecimiento propiedad de un fanático de los baños que se hizo construir varias enormes piscinas en la parte trasera de su casa (ahora convertida en restaurante) sobre la empinada ladera de la montaña (Ichinoide Kaikan). Precioso lugar a pesar de las cuestas que hay que subir para llegar y que luego nos tocó descender bajo una tormenta que hacía que el empedrado del camino se convirtiera en una pista de patinaje cuesta abajo.

Hoy nos hemos levantado a las cinco de la mañana para coger el tren de vuelta a Tokyo, previo trasbordo en Kokura y Shin-Osaka. Siete horas de tren, afortunadamente japonés. Pasaremos aquí los días que nos quedan, acabando de descubrir los rincones que nos ofrece esta fantástica, viva, impredecible y, a veces, agobiante capital del Japón.

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