Buscando a Randy por el Cabo de Gata, Almería

BUSCANDO A RANDY POR EL CABO DE GATA.
P. Plant, StylusViajes.

Me escondo de las noticias y de los incendios. Me pongo un panamá y apago el teléfono. Me voy a El Playazo y a la Playa de los Muertos. Y me pongo a recordar la historia de Randy.

Los cielos sin fin y los serenos horizontes sientan de perlas, para quien llega cargado de cansancios. Ahí se disuelven las tensiones urbanas, que se venían arrastrando por todos los caminos. Y los visitantes permanecen unos días en el territorio, queriendo hacer poco más que los lagartos. En el Cabo de Gata.

Si te mueves sin prisa por Las Negras, Isleta del Moro, Agua Amarga o Rodalquilar, en algún momento oyes hablar de Randy. Randy esto, Randy lo otro. Randy, apodo en realidad, ya que su nombre original dejó de ejercer, llegó al Cabo de Gata hace unos 15 años. Entonces se le clasificó como escultor holandés. Después todos sabrían que las clasificaciones no valen para él.

Tuvo algunas débiles iniciativas profesionales, como vender sus objetos en el mercadillo de San José, organizar talleres en Níjar, o trapichear con hachís. Pero la mayor parte de su tiempo se la entregaba a los paisajes. Decía: “Desanudo mi ser en ellos”. Y así se pasó unos años, disolviendo su espíritu bien a gusto y exhalando frases de una abstracción cada vez más mareante. Hasta que un buen día se vistió de cow-boy y se fundió en el paisaje.

Un mito viviente, es lo que es. Hay quien dice haberlo visto lavándose en calas recónditas, cabalgando el llano envuelto en polvareda, o calentando café entre las rocas, como un vaquero. Yo lo vi sobre la tapia blanca de un cortijo abandonado, al atardecer. En posición vigilante, sujetando su rifle con convicción. Pero ya llegaremos a eso.

En este territorio al que he acudido frecuentemente en los últimos años mi centro es Rodalquilar. De este pueblo ahora tranquilo, pero de una actividad febril en el pasado, salió a finales del XIX la gran periodista y escritora Colombine, una mujer de vanguardia. Es un oasis que domina un valle polvoriento, salpicado por reuniones de palmeras y pitas, y que desemboca en el mar. Por detrás lo guardan las montañas.

En Rodalquilar se encuentran abandonadas las modernas minas de oro, que sugieren una descripción del futuro. Aunque si, en vez de angustiarnos con las recurrentes decadencias del futuro, miramos al pasado y tratamos de informarnos sobre él, encontramos el recuerdo de los empíricos romanos trabajando en ellas, de los cartagineses conquistándolas, de los mercaderes fenicios llegando a tratos ventajosos con los iberos a los pies de esas montañas. Y concluimos que esas montañas componen un gran tesoro geológico, y que hacen bien en protegerlas.

Aquella marca de los pueblos de la antigüedad en el territorio del Cabo se halla ahora enterrada bajo los siglos. Pero no faltan elementos para ensoñarse. Las abundantes torres de vigilancia de las costas, las baterías fortificadas defendiendo las playas, las sendas que conducían a los piratas berberiscos al asalto de los valles. También el Jerife Alí echándole flores a Lawrence de Arabia en la playa de Áqaba, tras lo cual prosigue un diálogo medio metafísico. Y Lee Van Cleef de negro y sonriendo como una comadreja, en algún western italiano que tantas veces nos echaron en la tele.

Al parecer, a Randy esta última clase de ensoñación del territorio le pegó bien fuerte. Debió sufrir una transformación definitiva en esa era de Los Albaricoques, la de un famoso duelo, o meditando frente a unas pitas en un cruce de caminos, o en el Cortijo del Fraile, una construcción histórica con leyendas propias pero en estado ruinoso. Este año, además, ya vallado por seguridad. A Randy le iluminaría algo por ahí que lo convirtió en parte del paisaje.

Empiezo siguiendo su pista en Las Negras, que ha dejado de ser ese lugar secreto para neohippies de la meseta, pero que tampoco ha llegado a transformarse en el modelo de turismo estándar. La construcción lo desbordó, pero no lo imaginemos como uno de esos lugares masivos con sus “equipamientos para el ocio”, que son como naves espaciales aterrizadas y espatarradas, con luces de colores y hamburgueserías. No, ahí no hay casi ni papeleras. Por eso aún es tranquilo. Por eso y porque es muy pequeño. Es verdad que parecen sobrarle muchas construcciones nuevas, pero es un buen sitio para tenerlo como base, con oferta de alquileres , un súper y un bar en la parte alta donde dan cada noche distintos pescados en función de lo que haya dado el mar.

Lamentablemente la playa, por la parte cercana al pueblo, está muy mal cuidada. Lo de hundir las colillas en la arena parece ser un hábito demasiado generalizado. Y entre eso y que ninguna de esas colillas podía ser de Randy, que es de los que cuidan la naturaleza, salí de allí sin dudarlo, porque ni huella quedaba de él.

El bar La Plaza de Fernán Pérez es fantástico. Ahí te dan tapa con cada caña, a elegir de una lista larga. Y a la sombra de su barra se pasa media mañana. O en la noche, cuando te sirven en la plaza, entre las mesas de los habituales. Los almerienses, o la gente de esa parte al menos, siempre me han parecido discretos en los gestos, moderados en la conversación y algo filosóficos. Se inspira uno a su alrededor y aprende a relajarse.

En ese bar me entero de que Randy ha sido visto hace dos noches, por unos cerros que cruzan la carretera de Agua Amarga, abrevando a su caballo en un aljibe. Sin ninguna prisa enfilo hacia allí mis pasos. Si encuentro a Randy, será porque he ido como debo, muy despacio. Pero miro al cielo y en unas finas nubes que se estiran creo ver un mapa. Enfilo el sentido de una nubecilla con forma de flecha, y bajando hacia el mar y en dirección contraria a mi intención inicial, llego hasta la Cala de los Toros.

Randy podría ser cualquiera de los tipos que retozan en la Cala de los Toros, porque van en pelotas. Pero ninguno está solo. A través del agua se ve un fondo de piedras y algas, y a los peces que nos esquivan las piernas. Algo más adentro, una corriente fría va y viene envolviendo a los buceadores. Allí cuatro niños buscan erizos de mar, y encuentran, y me los enseñan sobre las palmas de sus manos, y el mayor de los niños se come un erizo ahí mismo, y yo otro.

Un rato más tarde, sigo una senda que trepa por el acantilado hacia las montañas, porque la nube-flecha se ha doblado hacia el interior. Sigo creyendo en esa nube, que me ha llevado hasta una cala de aguas muy entretenidas, y a compartir felices momentos infantiles. Camino por las montañas durante un par de horas hasta una amplia llanura, en la que tanto el sol como yo ya declinamos. La nube-flecha se ha ido.

Hay uno de esos cortijos olvidados a lo lejos. Lo apunto con el objetivo de mi cámara para observarlo más de cerca. No se ve ningún vehículo, pero sí una figura encaramada a una tapia. Lleva rifle y sombrero. Parece vigilar, querer prevenir algún peligro. Es Randy. Disparo una foto. Después el objetivo se desenfocará y Randy habrá desaparecido. Tendré que regresar y encontraré con facilidad el camino siguiendo el mapa de las estrellas.

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