JAPÓN: DIARIO DE VIAJE (6/6)

DE VUELTA EN TOKYO: ATUNES Y NEONES.

Texto y fotos de Josep Pena, agosto 2011.

Hemos llegado hacia las tres de la tarde y nos hemos alojado en un hotel de Ginza para estar más cerca del Mercado de Tsukiji, que pretendemos visitar mañana muy temprano para intentar asistir a la subasta de pescado en el mayor Mercado del mundo en su género.

A última hora de la tarde fuimos a Roppongi, lo más pijo y caro de Tokyo. Las Roppongi Hills fueron diseñadas como un lugar en el que la calidad de vida fuera el eje principal del proyecto. Casas cerca del trabajo, grandes almacenes, zonas de ocio, jardines… Evidentemente, debe ser calidad de vida para los privilegiados que vivan y trabajen por aquí, lo que no debe ser fácil.
El barrio es magnífico y las torres gemelas que lo dominan están repletas de oferta cultural, comercial y de ocio, a partes iguales. Aquí se amontonan las estrellas Michelin, los Armani, Dior, DG, Vuitton, Gucci, Prada, y las galerías de arte más prestigiosas, amén de cines, teatros y elegantes cafeterías. Además de dedicarte a ver lo que no puedes comprar, en las torres se ubica también el Museo de Arte Mori (en honor del arquitecto que diseñó todo esto), un “art-acuario” y el observatorio con las mejores vistas de la ciudad y de la Bahía (con permiso de la Torre de Tokyo).

Visitamos el Museo, donde había una interesantísima exposición de artistas franceses contemporáneos. Con la entrada al museo puedes subir al observatorio en el que tuvimos la mala suerte de tener que conformarnos con las vistas tras los ventanales, ya que la plataforma al aire libre hubo de cerrarse a causa de los fuertes vientos y la lluvia que nos azotaba en esa tarde y que nos acompañó, con algunos respiros, durante toda la semana.

En la planta 52 de la Torre 2 se encuentra también un acuario muy particular, no está lleno de tiburones u otras especies que impresionan a niños y mayores. Se trata de un espacio con peceras de moderado tamaño, llenas de exóticos y multicolores peces nadando entre jardines zen acuáticos, con una tenue iluminación y luces cambiantes. Y, para nuestra sorpresa y deleite, un espectáculo de teatro con música y colores donde un ballet de peces se contoneaba entre medusas, esponjas y corales en una coreografía fantástica. Rematamos con una de nuestras improvisadas cenas en la habitación del hotel. Y prontito, ya que al día siguiente nos teníamos que levantar a las cinco para ir al Mercado de Tsukiji.

El metro acababa de abrir y, a pesar de la hora, ya despertaban los “salary men” para iniciar su jornada laboral que, probablemente, acabaría muchas horas después, al final de su día de trabajo, en una ávida carrera por emborracharse antes de perder el último tren a sus moradas en la periferia de la urbe tokiota. Es curioso ver a última hora de la tarde, los vagones de metro repletos de estos personajes grises, empleados en muchos casos de importantes empresas multinacionales y uniformados con traje y corbata, con unas solemnes castañas que apenas les dejan tenerse en pie. A dormir la mona y otra vez a trabajar al día siguiente. Si los americanos inventaron la comida rápida, esta gente ha inventado la “bebida rápida”.

El caso es que al llegar a la lonja, nos encontramos con que no nos dejaron entrar a la subasta. Al parecer, los desmanes de los turistas tocando los valiosísimos pescados, haciendo fotos a diestro y siniestro y dando por saco a los trabajadores que no están para perder su tiempo con guiris curiosos y maleducados, han llevado a la decisión de cerrar este área del mercado (donde se subastan los grandes peces) y restringir la visita a las zonas y áreas más públicas y a las horas de venta.

Este mercado abastece de pescado a toda el área metropolitana y, como dicen algunos, “no es un museo”. Con todo y con eso, la visita merece la pena. El ajetreo, el continuo ir y venir de carritos motorizados o arrastrados por sus dueños, los gritos, el olor intenso, la vista de los grandes atunes siendo magistralmente cortados por las hábiles manos de los pescaderos que hacen valer para ello sus grandes sables y, sobre todo, desayunar sushi en alguno de los pequeños locales que proliferan alrededor de la nave principal ¡Qué lujo! El resto de la zona es también muy interesante y hay paradas que venden fruta, por cierto, carísima, extrañas verduras, utensilios de cocina y todo lo que se puede encontrar en un mercado convencional.

De vuelta al hotel y antes de mudarnos al que sería nuestro último aposento en Japón, el Hotel Listel, un pequeño establecimiento en nuestro barrio preferido, Shinjuku, nos dimos una vuelta por Ginza-Shiodome. Allí visitamos el templo Zojo-ji y la cercana Torre de Tokyo, un gigantesco observatorio y torre de transmisiones nueve metros más alto que la Torre Eiffel, construida a su imagen y semejanza.

Distrito Shinjuku

Acarreando mochilas y bultos a través del laberinto del metro, llegamos a nuestro nuevo hotel donde nos invadió una agradable sensación de familiaridad. Estábamos en Shinjuku, el distrito en el que aterrizamos al llegar a Japón y en el que pasamos los primeros días del viaje. Me ratifico en que, junto al aledaño distrito de Shibuya, es la zona más interesante de Tokyo:
“He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de marchar”.

Y es que Shinjuku de noche es lo más parecido al mundo que Ridley Scott describe en Blade Runner. Montañas de hormigón conforman una ciudad vertical en la que puedes cenar en un décimo piso, comprar en un outlet de Prada en el quinto o tomar copas entre las oficinas de un banco en el piso de abajo y una peluquería canina en el de arriba. Grandes pantallas de leds en las que se suceden escenas de anuncios publicitarios o trailers de películas de estreno.

Luces de neón que abarrotan las fachadas de los edificios. Autopistas suspendidas sobre las vías del tren en un scalextric de descomunales proporciones. Todo esto y mucho más. Las gentes se amontonan en la calle: miran, compran, venden, beben, buscan compañía o, simplemente, están ahí. Bares, salas de fiestas o cabarets; restaurantes; tiendas de saldo o grandes almacenes de grandes marcas y abultados precios. Y todo ello en diferentes alturas con lo que, a los que estamos acostumbrados a mirar a ras de suelo, se nos escapa la mayoría de la oferta. Descubrir este entramado bombardeo sensorial lleva tiempo, pero es una tarea harto agradable.

Comida en L’Atelier, de Joel Robuchón

Al día siguiente, volvimos a Roppongi. En esta ocasión, directos a comer a L’Atelier, uno de los restaurantes que el chef Joël Robuchon tiene por todo el mundo y que ha merecido dos estrellas Michelin en el 2010.
El local es magnífico, con la cocina a la vista, lo que permite observar el ir y venir de los cocineros en sus quehaceres culinarios. Una iluminación escasa pero suficiente y un servicio de mesas muy aceptable. El coperío Riedel. La comida pretende ser una fusión de cocina francesa con española y japonesa. Y más o menos así es.

No obstante, sin poner ninguna objeción a la ejecución de los platos que degustamos, no llegaron a sorprendernos y no cubrieron las expectativas que nos habíamos planteado. Tomamos un tinto de Languedoc: el Vieilles Vignes 2004 del Domaine Terres Falmet de Sant Chinian, uno de los pocos que bajaba de los 100 euros en la extraordinaria carta de vinos que se gasta el galardonado galo. La repostería es otro mundo, un infierno en la Tierra para diabéticos. Bien, pero no para tirar cohetes.

Akihabara

En ya no sé muy bien qué día, echamos la tarde-noche por Akihabara, otro de los distritos que no hay que perderse. La “Electric City”, como la llaman, llena de tiendas de electrónica y cachibaches informáticos. En otros tiempos se encontraban chollos en aparatos de segunda mano que tododavía no habían salido al mercado en Europa pero, hoy en día, no deja de ser un paseo interesante donde ver multitud de gadgets, algunos de los cuales no sabría decir si son complementos para el ordenador u objetos para juegos sexuales. Dado que también es un distrito rico en tiendas especializadas en manga, aprovechamos para comprar algunos regalos para los sobrinos que son ávidos consumidores de estos productos (cómics, juguetes, series televisivas…).

Odaiba, la Bahía de Tokyo

En nuestro vigésimo segundo día de viaje pasamos la mañana en Odaiba, el área de la Bahía de Tokyo. Si la noche de Shinjuku recordaba a las escenas de Blade Runner, la Bahía es como Futurama (la serie de dibujos animados de Matt Groening, el de los Simpson).

Desde Shimbasi se toma el Monorail que te lleva literalmente por los aires hasta la gran bahía y su magnífico puerto, haciendo un bucle sobre su propio recorrido, lo que te permite contemplar desde todos los ángulos la belleza de sus aguas y el majestuoso perfil de los rascacielos. A los pies de la estación de Odaiba, bajas a una pequeña playa artificial donde es muy apetecible darse un baño, siempre y cuando no te asusten las rayas y las anguilas eléctricas que abundan en estas aguas.

La transparencia de sus aguas, claras y limpias, brindan la posibilidad de nadar entre peces que saltan a tu lado como si estuvieran contentos con tu presencia. Las vistas desde la playa o, aún mejor, desde el cercano edificio de la Fuji TV, son de ensueño. El Rainbow Bridge, puente colgante similar al Golden Gate de San Francisco, preside la escena y une ambas orillas. Se puede ver también una más bien ridícula miniatura de la estatua de la Libertad. Fuimos de día pero es seguro que de noche ha de ser el no va más.

De compras en Shibuya

Por la tarde, cómo no, nos fuimos de compras a Shibuya, donde está el Bazar Oriental, uno de los pocos lugares donde encontrar recuerdos o artesanía a un precio asequible. Está en Omote-Sando, un barrio tradicional con varias calles peatonales (o casi) llenas de tiendas de ropa y regalos. Seguimos bajo la lluvia, que no dejó de acompañarnos, por las abarrotadas calles del distrito.
Impresionante la imagen de cientos de personas que se lanzan a la calzada a través de los cinco pasos de cebra del cruce de Shibuya en el instante en que, simultáneamente, todos los semáforos se ponen en verde para los peatones.

Senso-Ji

Al día siguiente visitamos el Senso-Ji, uno de los templos más grandiosos de Tokyo y uno de los pocos de acceso gratuito. El templo es sensacional, con techos pintados al fresco y una arquitectura del periodo Edo. Alberga una reliquia de la diosa Kannon que, según la leyenda, fue rescatada de las aguas por unos pescadores y ha sobrevivido a las numerosas destrucciones y reconstrucciones que ha sufrido el templo. Los adyacentes Jardines de Dembo-in son deliciosos.

La explanada principal que lleva a la puerta Kanimarimon, con un enorme farol colgando, está llena de puestos donde se pueden comprar camisetas, kimonos, yukatas, sandalias, recuerdos y variadas baratijas de las que se encuentran en los “chinos de todo a un euro”, pero a más de mil yenes. Parece que la calidad es lo que diferencia estos objetos de los que tenemos aquí en cada barrio pero me da en la nariz que, aún así, los precios están sobre-dimensionados. De todos modos, muchas de estas tiendas datan del periodo Edo, lo que ya le otorga cierto interés.

El resto del distrito de Asakusa, en el que se halla el complejo, son calles de aire tradicional que se han convertido en una zona de paseo para turistas pero que, en tiempos, fueron el corazón de la ciudad. Da la impresión de haber salido de Tokyo o, quizás, de haber cambiado de época. Por la noche cenamos en una especie de tasca japonesa en la que tenían jamón serrano y que no nos pudimos resistir a probar (el jamón es una de las pocas cosas que echo de menos cuando viajo).

Y como todo llega a su fin, el último día (el vigésimo quinto de nuestro viaje) y aprovechando que salió el sol, nos fuimos a pasar la mañana a la playita de Odaiba. Todo iba bien hasta que unas nubes negras empezaron a cubrirlo todo y, en menos que salta un Ninja, empezó a caernos un chaparrón que nos obligó a salir corriendo a refugiarnos donde pudimos. Y así, lloviendo, cogimos el monorail de vuelta y nos fuimos a pasear, paraguas transparente en mano (como en la peli “Lost in translation”) por las calles de Sanchome buscando cositas baratas y acabamos cenando en un típico local de ramen en nuestra última noche en este país que nos ha seducido.

El viaje llega a su fin

No puedo acabar este diario sin hablar de los WC. Todo lo que se dice de los sanitarios japoneses es cierto: están robotizados. La tapa de la taza tiene calefacción. Al sentarte sale agua por si queda algún resto anterior, tienes botoncito para chorrillo directo a los dos posibles objetivos con intensidades de presión regulables. Hasta los lavabos públicos están impolutos, mientras brigadas de empleados encargados de la limpieza se ocupan de que así sea. La higiene y la pulcritud se extiende a casi todos los ámbitos de la vida pública de este país y los habitantes de estas tierras son educados hasta la extenuación.

Y hasta aquí os puedo contar. Seguro que he olvidado muchas cosas, he omitido otras y hasta puede que haya exagerado alguna, pero estas semanas han sido una auténtica maravilla.

Muy tempranito, nos trasladamos, otra vez arrastrando nuestros bártulos, a la estación de Shinjuku West, de donde salen los autobuses al aeropuerto de Narita (60 km; una hora y media) donde cogimos el avión que, doce horas después, aterrizaba en Frankfurt para tomar otro que nos traería al aeropuerto de Barajas, Madrid, donde teníamos aparcado el coche. A las 11 de la noche del sábado llegamos a Valencia y, apenas dejados caer los trastos y después de darnos una reconfortante ducha, salimos a la calle, a tomar unas copas en el Barrio del Carmen, después de pasar un mes en uno de los lugares más magnéticos que hayamos visitado jamás.

Sayonara

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