Girona o el saque catalán

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GIRONA O EL SAQUE CATALÁN / P. Plant / StylusViajes.com /

Hace años que me invitan, por el mes de enero, a comer un pollo en un pueblo de Girona. Al hermoso animal, que pasa su distraída vida criado entre algodones, de pronto lo liquidan, lo rellenan y lo hornean durante toda una mañana para ser el plato principal en un cumpleaños.

Me pilla algo lejos, la fiesta. Pero este año acepté.

Llegué a Caldes de Malavella desviándome desde la Via Augusta. Su nombre señala aguas termales, y acabé dándome un baño. Aunque un baño de diversión. Y es que conocí a mucha gente de golpe, a muchos platos y a muchos vinos. Una excitación se encadena con otra y todo sigue en un desencadenamiento general. No acertaría a describir muchos detalles.

Debería hablar de las antiguas termas y los modernos balnearios, de las exóticas casas burguesas de Caldes, de cómo se rellenó el pollo o de la vitalidad de los vinos que nos regaron durante largas horas. Sin embargo recuerdo con mayor claridad al futbolín, una pasión más o menos ligera que en Cataluña alcanza las urgencias de un ardor. Ahí el futbolín se vive un punto más acérrimo, como un viejo paganismo. Pero un paganismo empírico. El juego puede ser muy teórico, muy analítico. Se trata de no dejar nada al azar, porque hay una técnica depurada que mejora al azar. Mejorar al azar, querer dominar los acontecimientos, podría ser muy catalán. Pero no tengo ni idea de si lo es o no, y en una fiesta como esa aún me da más igual.

No había súper-jugadores en aquella fiesta. No había humilladores intratables. Así que pude dar la cara en diversas batallas de participación general, durante las primeras horas, cuando aún sigues la bola. Ahí conocí el “saque catalán”, una de esas técnicas que los hábiles practican con éxito. El saque catalán es una pequeña muerte enviada directamente desde la palma de la mano del rival. En el saque, la bola pasa de la mano al aire y cae a los pies de su centrocampista, que la empalma a bote pronto, fusilándote. Lo hacen muy rápido, y durante toda la tarde. Yo respondía con las menos técnicas maniobras de mover bruscamente el futbolín, provocando al azar para serme favorable, o buscando el rebote al cañonazo. Cambié de pareja hasta que ya empecé a ver doble, convirtiéndome en mi propia pareja. Lo último que recuerdo es abrir una puerta y encontrarme a un caganer.

Antes de eso me había informado con algunos invitados sobre la ciudad de Girona. Hace un par de años pasé por ahí en verano y estaba infestada de turistas, literalmente intransitable. Parece que fue cambiando algo así como se cuenta de fondo en la novela de Javier Cercas ‘Las Leyes de la Frontera’, que había leído unos meses atrás. No me había encantado la novela, pero la parte de los escenarios dejó su huella, y me alegré de recordarlo. Así entendía históricamente ese cambio, de ciudad escondida en sí misma a ciudad extrovertida, turísticamente hablando, con las ventajas y los inconvenientes que conlleva.

Mis alegres anfitrionas, además de proporcionarme el placer de una tarde de futbolín y saques catalanes en medio de una fiesta, me llevaron a ver la ciudad al día siguiente. Paseamos con el frío de enero junto al río y por la antigua judería. Cruzando el puente de Eiffel se me empezó a despejar la cabeza. Milagro. Atravesamos el centro observando las calles, sus edificios y sus comercios. Los comercios hablan bien sobre las calles. Los tradicionales dejan paso a los rápidos, muy identificables. Entre lo identificado y lo identificable, ¿habrá otra pugna en el progreso catalán? Tampoco lo sabemos. Y además, demos prioridad a los edificios.

Muy a mi pesar tuve que ser selectivo con las visitas, y elegí la catedral. La mítica nave, el Tapiz de la Creación, el Beato de Girona… Juré en silencio a Sant Feliu visitar su basílica y su tumba en la próxima ocasión. Llegamos ante la catedral, teniendo que pelear un poco antes de entrar, para que la fachada-retablo dieciochesca no acabara conmigo. Sin saber lo que precede, podría ser hasta una barrera para que cualquiera no se anime a subir tanta escalera. Es una fachada tardía, y de un clasicismo mucho más frío que armónico. Acostumbrado a las dulces fachadas-retablo de mi provincia, me sentí acosado ante ésta. También luego, en detalle. Me sentí algo radical, pero sin olvidar que peor sería falsear el pasado, arrancándola, que es lo que me pedía el cuerpo. En ese aspecto de su apariencia general, la catedral me recordó a San Pedro del Vaticano y su grosera fachada. Es curioso cómo las informaciones sobre la catedral mencionan a San Pedro. Y es que están unidas también por la ambición de sus gigantescas naves. Primer y segundo puesto, según los folletos, en anchura de nave religiosa. También habría que explicar cómo ambos edificios aportan soluciones distintas, para resolver esas ambiciones.

No es una comparación forzada, si pensamos que San Pedro del Vaticano y Santa María de Girona se abovedaron a la vez. Girona llevaba dos siglos abovedándose y celebrando consejos de maestros de obras, pero ya terminaba. Dos mundos estéticos avanzaban en dos direcciones. Y la de nuestra catedral, ya era una dirección sin salida. Por eso se da en Girona un canto final de la bóveda de crucería y de sus maestros. El último hito del modelo puro. Se ve bien desde fuera al enfrentar la escala gigante de los contrafuertes, tal y como se usaba en el gótico mediterráneo, y creando un volumen del edificio más geométrico y compacto al carecer de arbotantes. Los contrafuertes están embebidos en los muros en su base, formando capillas en el interior, y apuntalan firmemente los pesos en las esquinas de los tramos de bóveda, acompañando por el muro a los haces de baquetones que transmiten el peso hasta el suelo. En el interior, un sistema de pilar polistilo, de base romboidal, que lanza sus redes explicando la estructura a la vez que la forma. Una estética gótica muy pura y escolástica, en una época en la que el dramatismo de la forma se imponía ya en toda la península y Europa. Así son también las propias bóvedas, de crucería simple, flexible y adaptable a todos los tramos de la gran nave, y también de las capillas y de la compleja cabecera. A 34 metros sobre el suelo, permanecen en silencio mientras las contemplo. Los ingenieros de Eiffel que vinieron a Gerona a instalar uno de sus puentes, habrían admirado esto. Sigo un baquetón ascender hasta convertirse en nervio. Me estira la vista. Menudo saque tiene.

En el claustro, que pide a gritos que lo sitúes en pleno siglo XII, recuerdo a través de la dualidad de las columnas geminadas, mi propia dualidad navegando entre las brumas del vino el día anterior. Me dejo llevar por los capiteles y sus maravillas. Algunos están historiados, pero otros, florales, mantienen el gusto clásico por las hojas de acanto; o recuerdan las técnicas de trepanado del soleado sur. ¿Siempre tiene que haber mujeres lujuriosas? En la fiesta no había ninguna. Aquí tenemos a Jacob durmiendo sobre una piedra y soñando con una escalera por la que suben y bajan los ángeles del Cielo. Pero esa escalera hemos de imaginarla nosotros. Acto seguido, pero ocupando y aprovechando virtuosamente el mismo espacio en la piedra, Jacob lucha con el ángel. Resistirá sus embates durante todo un día, y el ángel terminará felicitándole. Muchacho, le dice, te lo has ganado. Entre otras cosas.

Desde el claustro admiramos la torre lombarda, del proyecto original del siglo XI. Actúa de contrafuerte, aunque un poco por si acaso. Tiene cerca de ella a uno de esos gigantes del futuro, y eso la libra de las mayores cargas. Parece enarcar las cejas en su danza de bandas lombardas. Describe la perfección proporcional del círculo y del cuadrado y una idea abstracta de belleza ya lejana del claustro, y de todo lo demás.

La ciudad está bien provista de lugares para comer. Nosotros lo hacemos en el Nou Artau, en la Plaza de la Independencia. A lo lejos, se oyen los cañones franceses y las llamadas al heroísmo. Girona está sitiada. Nos da igual, porque sabemos que no nos va a pasar nada, y además nos abren boca con unos cargols a la llauna. A esto seguirán pimientos rellenos de morcilla, pies de cerdo asados y otras excitantes animaladas. Y vino, más vino. Y qué saque tenemos.

Restaurant Nou Artau, Tf: 972 213 746
Plaça de la Independència 2, Girona

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