Estaba convencido: la combinación entre el Turrón de Jijona calidad Suprema de Garrigós Monerris y el Fondillon Primitivo Quiles iba a ser tan afortunado, concluyente y definitivo como el del champán con las fresas silvestres, o el del buen vodka con el caviar auténtico / Texto y Fotos: Rafa Viguer / comersinmilongas.com /
El Fondillón alicantino es un soberbio fósil enológico rescatado por los pelos de su desaparición. Se trata de un vino generoso de uvas Monastrell con una importante graduación natural propiciada por la sobremaduración del fruto en la propia cepa, criado en viejos toneles de roble americano durante un mínimo de 10 años.
Es el vino noble del Renacimiento, del alto clero y de la aristocracia, pero también de príncipes de la literatura y las artes que lo mentaron en celebérrimas obras, como Alejandro Dumas en el Conde de Montecristo. Es además uno de los cinco vinos comunitarios con derecho a nombre propio, junto con el Jerez, el Oporto, el Cava y el Champán, toda una seña de identidad cultural y sin embargo un gran desconocido por muchos aficionados a los vinos.
Su aroma resonante de maderas nobles y barnices, esa boca profunda, especiada, cálida y cambiante, a la vez dulce, seca y amargosa… inacabable, estaba destinado a armonizar hasta el infinito con el sutil dulce-amargo de la almendra marcona, su textura cremosa y granulada, y el delicado perfume de miel de romero.
Pero antes, y dado que la botella cuesta 35 pavos, me propuse disfrutarlo en una cena-cata de principio a fin. Por tal motivo, me hice con una buena porción de queso Stilton excepcionalmente afinado, en un punto perfecto de maduración, con la idea de que su compañía me aupara hasta el estadio inmediatamente anterior al maridaje definitivo.
Y así fue. El Fondillón se luce de una forma soberbia ante el Stilton. Resalta su intensa y concentrada crema, aviva sus notas picantes, amplifica el recuerdo a frutos secos y ensalza su salinidad en un vaivén entre contraste y armonía. Y todo, sin perder un ápice de su majestuosidad. Los gocé con desenfrenada avidez.
Por fin llegó el momento decisivo, el trampolín perfecto desde el que zambullirse en un mar de hedonismo… el sublime maridaje; Turrón de Jijona y Fondillón.
Hinqué el diente. Enseguida aparece la almendra marcona tostada y golosamente perfumada. Es un turrón muy bien construido: nítido, matizado, elegante, para nada apelmazado, sino relativamente ligero, y deliciosamente granulado.
Luego sorbí de la copa. Instantes de duda. Un segundo trago. Algo no estaba funcionando. Cierto es que el fondillón limpia el paladar y conmina a perseverar en la ingesta. Pero ¿quién quiere que le limpien el paladar de tan buen recuerdo? Y en el caso de querer hacerlo, que no lo es, me lo limpio mejor con un orujo blanco que no me cueste 35 pavos. En fin, nunca he creído mucho en esas teorías del limpio paladar.
La cuestión es que los dos se contrastan con holgura, no se empalagan mutuamente, ni sus características se evidencian redundantes, pero los cavernosos armónicos de la prolongada solera del fondillón se atenúan, se estrechan hasta confundirse y desvanecerse.
Un 10 para el Turrón Artesanía de Garrigós Monerris. Y un 11 para el Fondillón Primitivo Quiles, un vino que todo aficionado al vino que se precie debería probar al menos una vez en la vida. Pero cada uno por su parte, esa es mi opinión. No iba a acertar a la primera, también es verdad. Por cierto que me llevé la última copa del fondillón hasta la mesita de noche.
Otro día, “El Turrón y su maridaje II”, ese gran desconocido.
